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Diario de la Expedición:
20 de agosto de 2004

"Por fin huele a mar"

La noche nos sorprendió en el límite noreste del desierto de Namib-Naukluft, una de las zonas más inhóspitas de Namibia. Las luces del atardecer dan forma a un paisaje que recuerda a tiempos remotos; parece que estemos inmersos en un espacio que es la esencia de la nada. No hay más que piedras y pequeños arbustos diseminados a lo largo de una gran llanura. Cae la noche y el frío se hace insoportable, apenas aliviado por una hoguera. Esta vez estamos en medio de ninguna parte. No hay nada que nos recuerde la civilización; sólo nosotros, los dos camiones que nos transportan y nuestras tiendas de campaña.

Por fin la mañana reaparece con un sol inmenso que comienza a calentar nuestros cuerpos. Si durante la noche nos quejábamos del frío, ahora a medida que la temperatura aumenta empezamos a añorar una fresca brisa que alivie la intensidad del calor del desierto. La carretera de tierra por la que nos movemos avanza serpenteante entre montañas resecas y llanos que se pierden en el horizonte. Nuestros ojos se deslumbran por la intensidad de la luz del sol reflejada en un suelo repleto de piedras, sobre todo de cuarzo y mica. También hay plantas adaptadas a las condiciones extremas de un lugar donde se llegan a medir temperaturas por encima de los 40 grados de día y bajo cero de noche. Una de ellas es el famoso kokerboom (aloe dichotoma).

Un ejemplar de kokerboom en medio del desierto del Namib. En segundo plano, los dos camiones que transportan a la expedición. Foto: Gemma Guillén

El desierto no es sólo un territorio plagado de espacios rocosos. El río Kuiseb determina la separación entre la zona norte, donde podemos disfrutar de la presencia de animales como orix, avestruces, springboks y cebras de montaña,y la zona sur que se conforma como un gran mar de dunas que se extiende hacia Walwis Bay, en el oeste, y tiene como límite la ciudad de Lüderitz. En este paisaje de montañas de arena que se mueven al compás del viento, se pueden ver pequeños animales como el escarabajo toktokkie, el lagarto de Skoong y la alondra de las lunas.

 

A medida que nos acercamos el mar empiezan a verse formaciones de dunas. Foto: Gersam González

A las cuatro de la tarde llegamos al mar. Atrás quedan siete días de una travesía por caminos polvorientos en los que el arrullo de las olas sólo quedaba en nuestra memoria. El Atlántico se presenta salvaje, espectacular, con una brisa procedente del sur que empuja la corriente de Benguela hacia el norte, arrastrando la vida en forma de plancton. Esta vez, el oceáno no nos da la bienvenida con gaviotas; tenemos la suerte de ser testigos de la presencia de bandadas de flamencos rosados que descansan en la orilla. Sólo nuestros gritos de alegría hacen que levanten el vuelo, formando una nube rosada que se pierde en el horizonte.

 

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Un grupo de flamencos rosados frente a una de las playas de la ciudad de Walvis Bay. Foto: Francisco Zumaquero

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En este nido vive toda una colonia de tejedores, unos pequeños pájaros que recuerdan a los periquitos. Pueden convivir más de un centenar en tan poco espacio. Foto y comentario: Daniel Padrón


"Estaba acostumbrado a ver que los nidos, además de ser pequeños, contenían a un único individuo. Estos nidos eran muy grandes y no pertenecían a un solo animal, como en un principio pensaba. Se trataba de una urbanización de loros".

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