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Diario de la Expedición
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Crónica:

25 de julio de 2009

La Ciudad Prohibida.

           Último día en China. Se acaba nuestro viaje por este país, pero aún nos queda por visitar el corazón amurallado de su capital: La Ciudad Prohibida. Son las 9:30 de la mañana y el termómetro marca 32ºC. Bajo el cielo azul, las grandes avenidas de Beijing y sus espectaculares rascacielos vuelven a ejercer sobre nosotros su poderoso atractivo.
El ‘paseo’ que nos presenta Guillém parece más desafiante que el 'trekking' que hicimos sobre la Gran Muralla: cuatro kilómetros sorteando hordas de chinos que abarrotarán la enorme extensión que ocupan La Ciudad Prohibida y la Plaza de Tiananmen. Y no nos engaña. Efectivamente, en este país hay mil trescientos un millones de chinos, y hoy parece que están todos aquí.
La plaza de la Puerta de la Paz Celestial, Plaza de Tiananmen, se abre ante nosotros por la  Puerta de Quianmen como una inmensa extensión de losas, expresión del gran poder estatal: aquí está el mausoleo de Mao y el parlamento chino. Nos llama la atención la larguísima cola que discurre a nuestro lado mientras avanzamos entre la gran marea humana que se dirige a la Ciudad Prohibida. Nuestro guía chino nos asegura que esas colas se han formado todos los días desde que Mao murió en 1976; se trata de muchos miles de chinos que vienen a ver el cadáver embalsamado del líder de la revolución social. ¡Impresionante!
A un lado y a otro, la plaza está flanqueada por edificios históricos, monumentos del realismo socialista que representan obreros idealizados, y museos . Pero sobre todo está repleta de gente bajo paraguas de colores. En el centro de la plaza se levanta el Monumento a los Héroes del Pueblo, donde los estudiantes fueron finalmente doblegados por el Ejército Popular Chino el día en que esta plaza ocupó las portadas de los periódicos de todo el planeta. El monolito está dedicado a los mártires por la causa de la revolución comunista.  Caminamos en dirección norte acercándonos a la Puerta de Tiananmen, bajo el gigantesco retrato de Mao. Atravesamos los puentes de mármol blanco en rigurosa procesión con unos cuantos cientos de chinos y, finalmente, accedemos a la Ciudad Prohibida.
La Ciudad Prohibida era una segunda residencia de ¡treinta y dos hectáreas! que albergó a los emperadores de las dinastías Ming y Quing. Fue en 1421 cuando el emperador Yongle trasladó la capital del país  de Nanjing a Beijing y erigió este tesoro de la arquitectura imperial china. Entonces el acceso estaba prohibido al pueblo. En el siglo XVIII, durante el reinado de la dinastía Ming se añadieron y embellecieron la mayoría de sus edificios.
El conjunto palaciego no está constituido por un único edificio, como ocurriría en Occidente, sino por una larga serie de salas y estancias separadas por pasadizos, como una ciudad. Puede que el número total de estancias ascienda a nueve mil, contenidas en ochocientos edificios. Las principales salas, y también los templos, están dispuestos a lo largo del eje principal de la Ciudad Prohibida.
Las construcciones palaciegas de la China imperial se extienden en horizontal y aunque puede no impresionar la altura de sus construcciones, es abrumadora la magnitud del espacio que las rodea.  Desde la Puerta de Tiananmen, por donde hemos entrado, vamos accediendo por sucesivas puertas (la Meridiana y la de la Suprema Armonía) a grandes patios adoquinados. El último de ellos, donde se encuentran Las tres Salas de la Armonía, es espectacular
; sus policromías sobre la madera, las tallas en las cornisas de los tejados y las escaleras de mármol blanco son un espectáculo impresionante.
Son las 13:25 cuando concluimos nuestra visita. El camino hasta el autocar es una batalla para librarse de los vendedores ambulantes. Hace mucho calor, los pies nos pesan como mazas… iremos a comer con palillos, y después tomaremos el té. No nos iremos de China sin conocer algunos detalles de la ceremoniosa costumbre de tomar té. O más bien tés, porque la carta de té, y sus muchos matices olfativos y gustativos es interminable. Para concluir, y como no podía ser de otra manera, decidimos ir todos juntos al Mercado de la Seda, donde nada es lo que parece, ni es un mercado ni hay seda. Es más bien un ‘todo a cien’ en formato gran almacén. Rolex a un euro, maletas a treinta, camisas de Armani a cuatro. Hay un par de cosas que desde luego sabemos hacemos ahora con mayor dignidad que antes de pisar China. O quizá tres: sudar, comer con palillos y regatear hasta el agotamiento del contrario.

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